INCREÍBLE HOMBRE MENGUANTE, EL


The Incredible Shrinking Man

Estados Unidos, 1957. 81 min. B/N

Dirección: JACK ARNOLD. Guión: Richard Matheson (Novela: Richard Matheson). Música: Joseph Gershenson. Fotografía: Ellis W. Carter. Intérpretes: Grant Williams, Randy Stuart, April Kent, Paul Langton, Raymond Bailey, William Schallert, Billy Curtis.


«Para Dios no existe el cero»

Scott Carey/Grant Williams


El Increíble Hombre Menguante se presenta como un ejercicio de ingenio del cine de serie B y una de las obras cumbre del género de ciencia ficción. Enmarcada en su Edad de Oro de los años cincuenta, plantea asuntos mucho más elevados que el anticomunismo soterrado de la mayoría de sus películas, abordando temas como la conjunción del todo con la nada, el posicionamiento del ser humano en el complejo universo y su capacidad para la adaptación y la supervivencia.

El filme es una adictiva y entrañable «miniatura» dirigida por el fundamental estadounidense Jack Arnold (1916-1992), a partir del guión novelado del imprescindible escritor Richard Matheson. El artesano J. Arnold, que realizó para la Universal Pictures títulos tan míticos como Vinieron del Espacio (1953), La Mujer y el Monstruo (1954) y Tarántula (1955), acabó abandonando la gran pantalla para dedicarse al mundo de la televisión, un formato en el que rodaría alrededor de doscientos capítulos de diferentes series.


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Expuesto a una extraña nube radioactiva mientras disfruta de un plácido día a bordo de un yate, Scott Carey (Grant Williams) empieza a menguar gradualmente. La primera mitad de El Increíble Hombre Menguante retrata el trance inicial del héroe y los primeros avances de su enfermedad, a la vez que describe irónicamente la vida de la clase media americana. Es en la segunda mitad, ya con Scott más pequeño que el tacón de un zapato, cuando muta en una apasionante y poética aventura de ciencia ficción con tintes kafkianos, haciéndose ineludible no pensar en «La Metamorfosis».

El hombre encogido desciende a un mundo desconocido y hostil de objetos claustrofóbicos, ubicado en el sótano de su confortable hogar, de repente convertido en una suerte de paisaje lunar por explorar. El imprevisto astronauta, a la manera de un moderno Cristóbal Colón y rodeado de interrogantes metafísicos sobre la propia esencia del individuo, intenta sobrevivir con audacia a los antes diminutos e inofensivos elementos cotidianos, ahora monstruosas amenazas que aguardan en la sombra (gato, araña, gotas de agua). La fuerza de El Increíble Hombre Menguante, que también incluye un excelente solo de trompeta de Ray Anthony durante los créditos iniciales, reside en la sucesión de secuencias de trucajes fotográficos y en el fértil y preciso uso que hace de los objetos y la arquitectura doméstica (escaleras, cajones, cajas de cerillas, latas pintadas), de todo lo cual continúa vanagloriándose después de casi seis décadas de su realización.


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El Increíble Hombre Menguante es una película rotundamente física y cósmica que escarba la angustia vital con inusitada mordacidad psicológica y en la que los tamaños, perspectivas y proporciones alcanzan variaciones inauditas. Ya lo decía Jean Epstein: «Nunca antes del cinematógrafo, nuestra imaginación había sido llevada a un ejercicio tan acrobático de la representación figurativa. En la pantalla, el ojo puede ser más grande que la cabeza y, en el instante siguiente, el hombre más pequeño que una hormiga». Scott Carey es un hombre universal radioactivo que pervierte el orden natural de las cosas. Y es que su odisea existencial es una lección sobre la propensión indestructible de la humanidad a creerse la medida de todas las cosas. El monólogo final es de lo más lírico y fascinante que ha dado la ciencia ficción. Es Scott reducido a una partícula microscópica, levantando la vista al cielo y con su voz en off concluyendo:

«Yo continuaba menguando, convirtiéndome… ¿En qué? ¿Lo infinitesimal? ¿Qué era yo? ¿Aún un ser humano? ¿O era yo el hombre del futuro? Si hubiera otros despliegues de radiación, otras nubes yendo a la deriva por mares y continentes, ¿podrían otros seres seguirme hacia este vasto Nuevo Mundo? Tan cerca lo infinitesimal y lo infinito. Mas repentinamente, yo sabía que había en realidad dos fines para el mismo concepto. Lo increíblemente pequeño y lo increíblemente vasto eventualmente se encuentran: como el cierre de un gigantesco círculo. Miré hacia las alturas, como si de algún modo pudiera aprehender los cielos. El universo, mundos más allá de su enumeración, el tapiz plateado de Dios se esparce por la noche. Y en ese instante supe la respuesta al enigma del infinito. Yo había pensado en términos de la limitada dimensión del propio hombre. Yo había sido arrogante hacia la Naturaleza. Que la existencia comienza y finaliza es una concepción humana, no de la Naturaleza. Y sentí mi cuerpo menguando, fundiéndose, convirtiéndose en nada. Mis miedos me desbordaron. Y en su lugar llegó la aceptación. Toda esta vasta majestuosidad de creación debía significar algo. Y entonces comprendí algo, también. Sí, más pequeño que lo ínfimo, comprendí algo. Para Dios, no existe la nada. ¡EXISTO!»


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 «La normalidad es un concepto mayoritario. Norma de muchos, no de un solo hombre»

Richard Matheson