STALKER
Stalker
URSS, 1979. 161 min. C
Dirección: ANDRÉI TARKOVSKI. Guión: Arkadi Strugatski, Boris Strugatski, Andrei Tarkovsky. Música: Eduard Artémiev. Fotografía: Aleksandr Knyazhinsky, Georgi Rerberg. Intérpretes: Aleksandr Kaidanovsky, Anatoly Solonitsyn, Nikolai Grinko, Natasha Abramova, Alisa Freindlikh.
«¿Qué ocurrió entonces? ¿Cayó un meteorito? ¿Fue una visita de habitantes del infinito cósmico? Sea de una forma u otra, pero en nuestro país surgió el mayor de los milagros: La Zona. Enviamos enseguida tropas para allá, pero éstas no regresaron. Entonces rodeamos La Zona con cordones de policía. Seguro que actuamos correctamente. Aunque, no sé…»
Fragmento de la entrevista concedida por el premio Nobel profesor Wolles
Película cumbre de la ciencia ficción filosófica realizada a partir del relato «Pícnic Extraterrestre» o «Pícnic Junto al Camino», de los escritores soviéticos Arkadi y Boris Strugatski, dos hermanos cuya obra literaria explora las contradicciones y sinsentidos del poder establecido y el papel del hombre a la hora de decidir su futuro. Tras la publicación de la novela en 1972, la palabra «stalker» (acechador) entró en la lengua rusa para definir a los visitantes a zonas industriales y urbanas abandonadas. Tarkovsky, como ya hizo en la posterior Solaris, basaba en un libro del polaco Stanislaw Lem –uno de los pocos autores de ciencia ficción tolerados dentro del Bloque del Este–, vuelve a retomar ese género, ahora en un entorno post-apocalíptico y mugriento y sólo como «un punto de partida táctico, útil, para ayudarnos a destacar aún más gráficamente el conflicto moral, que era lo esencial». Rodado por el director cuatro años después de El Espejo, Stalker es el filme más desencantado de su trayectoria y uno de los más impresionantes ofrecidos en la historia del cine.
El quinto largometraje de Tarkovsky descubre a un artista en plena madurez con un dominio de su oficio deslumbrante. Stalker es un filme denso y visualmente inolvidable, de gran complejidad y de un pesimismo devastador. Más un ensayo que una narración, se construye como una enorme metáfora existencial y sobre la humanidad con tres individuos errantes en descomposición espiritual, quienes representan las vías de conocimiento: la fe en el Guía, la científica en el Profesor y la artística en el Escritor. Ellos se infiltran en un lugar prohibido, la Zona, en cuyo interior se encuentra la Habitación de los Deseos, concebida por Tarkovsky como una estancia milagrosa y de revelaciones, también ruinosa y agonizante, que tiene la capacidad de hacer cumplir los anhelos y deseos más íntimos y sinceros del ser humano (como dice Antonio Mengs, la ruina visual dignifica la conciencia).
Según el filósofo Slavoj Zizek: «El problema para nosotros no consiste en si nuestros deseos están o no satisfechos. El problema es: ¿Cómo sabemos qué desear? No hay nada espontáneo, nada natural en el deseo humano. Nuestros deseos son artificiales. Hay que ‘enseñarnos’ a desear». En palabras del Escritor: «¿Cómo puedo saber el nombre de lo que quiero? ¿Cómo puedo saber si en verdad quiero lo que yo quiero? ¿O si realmente no quiero lo que no quiero? Son cosas imperceptibles. Basta con nombrarlas y su sentido desaparece, se desvanece y se disuelve como una medusa al sol. Mi conciencia desea la victoria del vegeterianismo en todo el mundo. Mi inconsciente anhela un pedazo de carne fresca. ¿Y qué quiero yo?»
¿La Zona? Un itinerario inhóspito que se configura, antes que por su constitución geológica, por la propia interacción psíquica con sus visitantes. La Zona es una proyección mental de emociones producidas por el entorno donde las amenazas que aparecen son la respuesta a la «dudosa» aventura que nos lleva hacia nosotros mismos, hacia la verdad oculta. Es el territorio del sueño, de la transformación, «donde avanzar causa miedo y retroceder vergüenza» (el Profesor). Según Tarkovsky, «la Zona es sencillamente la Zona. Es la vida que el hombre debe atravesar y en la que o sucumbe o aguanta. Y que resista depende tan sólo de la conciencia que tenga en su propio valor, de su capacidad de distinguir lo sustancial de lo accidental». Esta concepción entronca con el existencialismo de Jean-Paul Sartre, para quien el destino del hombre está en él mismo: «El hombre no es más que su proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza; por lo tanto no es otra cosa que el conjunto de sus actos, nada más que su vida».
Escritor y Profesor, a quienes la Zona los revela como hombres carentes de benevolencia, renuncian finalmente a la posibilidad de entrar en la Habitación por miedo a que el deseo –fuente perenne del sufrimiento por la insuficiencia del propio yo– se manifieste como codicia. A su regreso de la Zona, pareciendo incidir en la futilidad del deseo humano, el Stalker se lamenta ante su mujer: «Nadie cree, no sólo esos dos. Nadie. ¿A quién puedo llevar allá? Lo más terrible es que esto no le hace falta a nadie. A nadie le hace falta ese cuarto». Será su sufrida y frustrada esposa, el personaje más sencillo y aparentemente menos apto, quien nombre el deseo más verdadero: el amor. En palabras de Tarkovsky, «el amor humano es ese milagro capaz de oponerse eficazmente a cualquier especulación sobre la falta de esperanza en nuestro mundo. Lo malo es que también nos hemos olvidado de qué es el amor».
La secuencia final de Stalker, una de las más extrañamente bellas y misteriosas del cine, muestra a Monita (Natasha Abramova), la hija mutante y muda del Stalker, moviendo unos vasos con la mente (aunque también por la vibración de un tren al pasar), después de haber recitado con la voz en off un poema –no casualmente de amor– de Fiodor Tiútchev. Monita, que parece albergar capacidades sobrenaturales y la posibilidad de ir y ver más allá, representa la extensión de la Zona. Identificada con el arquetipo de niño divino, es símbolo de esperanza y futuro, la única junto a su madre con capacidad para amar en un mundo sin fe. Por eso, pese al tono desencantado del filme y el trayecto apocalíptico de la humanidad, la cual ha caído rendida al materialismo, Tarkovsky deja un resquicio para la esperanza y trata de hallar la Salvación, ya sea a través de la Zona y el Guía (una especie de «Dios loco», como Domenico en Nostalgia y Alexander en Sacrificio), de las figuras de su esposa e hija, o de la estampa sumergida de Juan Bautista (el predicador que anunció la llegada de Jesús).
Amo tus ojos mi adorada,
con sus fascinantes centelleos,
cuando los alzas de forma inesperada,
y como un relámpago celestial
lanzas alrededor tu mirada.
Pero hay otro encanto aun más intenso:
cuando los ojos bajas pudorosa
en los minutos de un beso apasionado,
y a través de tus pestañas hermosas
sale el fuego de tu ardiente deseo
Fiodor Tiútchev
Stalker es un viaje extrasensorial a lo más hondo de tu ser, allá donde imagen, sonido y palabra se alían de forma mágica para desvelar los misterios de la condición humana. «El único viaje es el viaje interior», dice Rainer M. Rilke. Otra secuencia de puro Tarkovsky es el sueño del Stalker y el lento travelling cenital que aparece hacia mitad del filme sobre un suelo embaldosado y encharcado en el que vemos objetos sumergidos y en corrosión, objetos que han sido y que ahora se diluyen con el paso del tiempo (armas, dinero, jeringuillas, piezas de reloj), como los recuerdos, como el ser humano mismo. Tarkovsky compone un cuadro poético sucio en el que el hombre se enfrenta a sus conflictos internos en la inmensidad de la Naturaleza, contenedora de la Historia. Ya lo decía Antonio Machado: «Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar».
Los largos planos-secuencia de Stalker, de insólita belleza, no son sino un trozo de realidad esculpida en el espacio-tiempo. Un tiempo que el genio ruso atrapa en cada toma. Un tiempo que se contempla. Que se goza. La caligrafía del sonido, integrador de la escena, alcanza nuevas articulaciones artísticas que se combinan con la música galáctica de Eduard Artémiev e insertos de la Novena Sinfonía de Beethoven. La extraordinaria fotografía de efecto hipnótico y táctil de Aleksandr Knyazhinsky y Georgi Rerberg fluctúa del monocromo sepia en tonos crudos, que simboliza la grisura del mundo cotidiano, al verde nemoroso y húmedo que irradia la Zona. La película incluye poemas de Arseni Tarkovsky (padre del director), versos del célebre poeta ruso Fiodor Tiútchev y fragmentos del Apocalipsis, del Evangelio según San Mateo y del texto clásico chino Dào Dé Jīng.
«Una imagen cinematográfica solo será ‘realmente’ cinematográfica si se mantiene la condición imprescindible de que no solo viva en el tiempo, sino que también el tiempo viva en ella, y además desde el principio, en cada una de sus tomas»