SEMANA DEL ASESINO, LA


La Semana del Asesino

España, 1972. 90 min. C

Dirección: ELOY DE LA IGLESIA. Guión: Eloy de la Iglesia, Antonio Fos, Robert Oliver. Música: Fernando García Morcillo. Fotografía: Raúl Artigot. Intérpretes: Vicente Parra, Emma Cohen, Eusebio Poncela, Vicky Lagos, Lola Herrera, Ismael Merlo, Ángel Blanco, Charly Bravo, Manuel Clavo, Antonio Corencia.


En los ojos de los muertos brillan dos luces extrañas, igual que dos fuegos fatuos que nos embrujan el alma.
El que una vez las ha visto, ya nunca podrá olvidarlas

(Emilio Carrere. La Ronda de los Fantasmas)


Durante los años setenta y comienzos de los ochenta las películas del guipuzcoano Eloy Germán de la Iglesia Diéguez (1944-2006) fueron atacadas y minusvaloradas por público y crítica casi por sistema, no viéndose más allá de la provocación, la polémica, el morbo o el sensacionalismo que desprendían. Eloy de la Iglesia, el necesario enfant terrible del cine español, fue sin embargo un director con una obra personal, coherente y transgresora que tuvo la valentía de vivir y filmar bajo una dictadura fascista siendo comunista y homosexual, circunstancias que reflejó en sus filmes, a menudo próximos al cine de Pier Paolo Pasolini y Rainer Werner Fassbinder. «Mi vida y mis películas son las caras de una misma moneda», admitía sin reparo. En los ochenta, junto a José Antonio de la Loma, fue el gran abanderado del llamado «cine quinqui» (Navajeros, Colegas, El Pico). En 1985, el director retomó el género fantástico con Otra Vuelta de Tuerca, una particular versión de la novela de Henry James.

La Semana del Asesino, quinta película que Eloy rodó de veintidós en total, realizada en 1972, es probablemente el título más importante y auténtico del fantaterror español en su vertiente psycho killer castizo junto a Una Vela para el Diablo (Eugenio Martín, 1973) y El Huerto del Francés (Jacinto Molina/Paul Naschy, 1977). En el fondo, un thriller pasoliano de acento cañí y mirada de autor repleta de acidez capaz de adquirir la categoría de tragedia o crónica negra gracias a la fatalidad y lo escabroso de los acontecimientos. De fuerte componente social y hecho desde las entrañas, su mayor mérito fue hurgar en las miserias de una época, la de los años en los que el franquismo agonizaba, en concreto en la psicosis del proletariado urbano de extrarradio que subsiste alimentado por la pobreza, la incultura y el miedo.


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La Semana del Asesino, siguiendo una estructura marcada por los rótulos que anuncian el día de la semana (de lunes a domingo), relata la conversión accidental de Marcos (magnífico Vicente Parra, aquí también productor), un solitario y taciturno carnicero de poca capacidad expresiva, en un asesino en serie que se ve inmerso en su semana de vértigo con la comisión de seis crímenes (incluyendo el de su novia y hermano, y a partir del segundo con el propósito de evitar ser descubierto por los anteriores). No hay en Marcos, sin embargo, una «intencionalidad» en su matanza como sí la había en las hermanas psicópatas de Una Vela para el Diablo, sino más bien una especie de defensa primaria y rebelión ante una sociedad clasista, represora y para la que trabaja sin recibir nada a cambio. La película, en paralelo, boceta una relación de amistad espontánea, insinuadamente homosexual, entre el peculiar antihéroe y el joven de buena cuna Néstor (Eusebio Poncela, el yonki del Arrebato de Zulueta), voyeur de los hechos desde su particular ventana indiscreta.

Si en su anterior película, El Techo de Cristal (1971), Eloy de la Iglesia ubicaba la escabrosa y pegajosa fantasía lésbica entre Carmen Sevilla y Patty Shepard en un aislado cortijo de la España del sur, en esta ocasión la acción transcurre, principalmente, en una mustia y destartalada casucha de los suburbios periféricos de Madrid vestigios de un mundo arcaico que se desvanecía en la que malvive el patético y tembloroso Marcos, ahora también enmarcada por sombras carcelarias y con cadáveres a medio descuartizar, pestilentes y en proceso de descomposición escondidos en una de las habitaciones. La chabola del serial killer, espacio de sórdida austeridad, fue construida especialmente para la película en un paraje que en la actualidad es el final de la calle Arturo Soria de Madrid, limítrofe a unos bloques de por entonces ya modernas pero impersonales y amenazantes viviendas, donde reside el aburguesado y misterioso Néstor –quien tiene un perro que se llama Trotski (lo que recuerda la afiliación comunista del director) y dice que está escribiendo el guión de una película y quizás consiga algún día hacer cine, cuando herede–.


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La Semana del Asesino, conocida internacionalmente con el engañoso título The Cannibal Man, es puro terror cotidiano cargado de latente sufrimiento rozando el esperpento y tremendismo más mesetario. Es la visión pesimista de Marcos, un vulgar y fracasado obrero condenado a una existencia cruel y dominado por la mala suerte y sus instintos abyectos. Al margen de por las referidas invocaciones a la «lucha de clases» y el tono de gravedad y atracción hacia el abismo que rezuma –de Marcos hacia Néstor y viceversa, dos tipos «raros» y «desclasados» según el joven–, el filme destaca por tener una de la atmósferas más inquietantes y convincentemente malsanas del cine español, conseguida sin alardes y con decorados reales. El impúdico y siempre perturbador Don Eloy emplea una puesta en escena detallista y muestra los crímenes con brutalidad y crudeza. El clima es áspero y seco, a la vez que sofocante, inherente al drama. De triste violencia moral, el nihilismo resulta atroz e incluso lógico.

Para Eloy de la Iglesia son los sueños de la razón (dictatorial), la religión (represiva) y la sociedad (aburguesada) los verdaderos creadores de monstruos y psiques trastornadas, idea que no dejó de extrapolar a sus películas. En palabras del Pasolini español, La Semana del Asesino, que le desgastó mucho psíquica y físicamente y le hizo tener incluso hemorroides –según confesión propia–, «es mi primera película explícitamente ideológica. En las otras podía haber una postura ética o moral, pero aquí hay ya una dimensión política, casi militante». El mejor filme del vasco, de merecido culto, como no podía ser de otra forma, es uno de los más malditos de su tiempo y sufrió con saña la censura y mutilación por su contenido violento, sexual y político con nada más y nada menos que sesenta y cuatro cortes, récord absoluto en la historia del cine español, de la cual es una de las grandes olvidadas arrinconada por su truculencia y elevadas dosis de subversión antisistema.


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«Hay que decir que el final de la película no es mío, es una imposición de la Censura, e incluso la rodamos meses después, cuando ya había copia estándar. Es estúpido que el personaje, así por las buenas, llame a la policía para entregarse»

(Eloy de la Iglesia)