VELA PARA EL DIABLO, UNA
Una Vela para el Diablo
España, 1973. 90 min. C
Director: EUGENIO MARTÍN. Guión: Antonio Fos, Eugenio Martín. Música: Antonio P. Olea. Fotografía: José F. Aguayo. Intérpretes: Aurora Bautista, Esperanza Roy, Judy Geeson, Víctor Alcázar, Lone Fleming, Blanca Estrada.
«Se creen que es modernismo y es pura indecencia»
Verónica/Aurora Bautista
El versátil Eugenio Martín Márquez (Granada, 1925), una de las figuras más importantes del fantaterror español, además de cultivador de comedias, aventuras, musicales y spaguetti westerns, abordó el género fantástico en seis ocasiones, siempre procurando aportar una mirada de autor. Al margen de la temprana y medio alemana Hipnosis (1962), un gélido thriller de suspense próximo al krimi, y las más intrascendentes La Última Señora Anderson (1971), Una Casa en las Afueras (1980, con Alida Valli) y Sobrenatural (1981), Eugenio Martín dirigió dos películas muy relevantes para el cine de terror patrio: la ambiciosa y de look británico Pánico en el Transiberiano (1972), interpretada por los dos colosos de la Hammer, Peter Cushing y Christopher Lee, y la muy genuina y más turbia Una Vela para el Diablo (1973).
Ésta última se enmarca perfectamente en el fantaterror de los años setenta, su década más prolífica, especialmente el primer lustro, donde muchas de los cintas españolas que se produjeron fueron de este apasionante género, seguramente ante la apetencia del público, acostumbrado por entonces a la comedia casposa. Una Vela para el Diablo pertenece al grupo de aquellos filmes inmersos en las entrañas de la España negra y más castiza, los que retrataron con acidez y rudeza los peculiares demonios que habitan las mentes de sus psycho killers. La película de Eugenio, junto a La Semana del Asesino (Eloy de la Iglesia, 1972) y El Huerto del Francés (Paul Naschy, 1977), son sus mejores ejemplos. También destacan otros títulos como El Bosque del Lobo (Pedro Olea, 1970) y La Campana del Infierno (Claudio Guerín Hill, muerto accidentalmente mientras la rodaba, 1973). Casi todas estas películas sufrieron el ánimo inquisitorial de la censura, al mostrar la mojigatería de una sociedad ultracatólica y subdesarrollada aún bajo el estigma del franquismo.
El director granadino, con cínica mirada hacia el boom turístico que caracterizó la época del aperturismo del Régimen, indaga en el moralismo rural, el fanatismo religioso y la represión sexual como creadores de monstruos humanos. La truculenta historia de Una Vela para el Diablo se desarrolla en un típico y caluroso pueblo de la España profunda del sur (el filme se rodó en Grazalema, Cádiz), donde el contraste entre el puritanismo y la hipocresía y el flower power llegado de afuera desata un clima de recelos y suspicacias que terminará en tragedia. Verónica y Marta (interpretadas, de forma exquisita, por Aurora Bautista y Esperanza Roy) son dos hermanas solteronas de indumentaria sobria y peinados recatados que hospedan en su caserón a jóvenes turistas extranjeras tremendamente frívolas. Es el caso de la primera víctima, que se atreve a tomar alegremente el sol en bikini en la terraza.
Ante tal indecencia, Verónica, más severa y sádica que Marta, empuja a la chica por las escaleras, causándole la muerte. A partir de entonces, las dos arpías, perturbadas, entre cuchillos de cocina con olor a ajo e inconfesables fantasías sexuales, se comportan de forma similar a como lo hará Marcos (el serial killer accidental y más inocente de La Semana del Asesino), incluso llegando a esconder el cadáver en la casa para no ser descubiertas. El miedo, el disimulo y la ansiedad iniciales, acrecentadas ante la molesta presencia de la hermana de la fallecida (interpretada por Judy Geeson), quien sospecha de ellas, serán el preludio de su particular y sangrienta cruzada contra «esas indecentes que corretean medio desnudas por nuestras calles y curiosean entre los vestigios de nuestra gloriosa historia».
Una Vela para el Diablo, cuyo afiche bien podría ser el dicho de «a Dios rogando y con el mazo dando», es un cuento escabroso netamente español ajeno a los clichés foráneos del género, aunque tenuemente enmascarado por las formas del gótico y el giallo italianos. La película, de fotografía hiperrealista y tonalidades apagadas, muestra con crueldad y escarnio los crímenes que se cometen y parece retrotraerse a las «pinturas negras» de Goya, bajo cuyos lienzos de aparente realismo subsisten fuertes trazos de expresionismo violento. Conjugando con atino crítica social, folclore, suspense y horror, el filme nº 15 del necesario Eugenio Martín, conocido internacionalmente como Gene (o Eugene) Martin, es una de las joyas del fantaterror y sigue conservando, pese al paso del tiempo, una atmósfera asfixiante, viciada y convincentemente patológica.