SILENCIO DE UN HOMBRE, EL


Le Samouraï

Francia, Italia, 1967. 105 min. C

Dirección: JEAN-PIERRE MELVILLE. Guión: Jean-Pierre Melville, Georges Pellegrin (Novela: Joan McLeod). Música: François de Roubaix. Fotografía: Henri Decae. Intérpretes: Alain Delon, Nathalie Delon, Caty Rosier, François Périer, Michel Boisrond, Jacques Leroy, Catherine Jourdan, Jean-Pierre Posier.


«La profunda soledad del samurái sólo es comparable a la de un tigre en la selva»

Extraído de Bushido, el libro del Samurái


Jean-Pierre Grumbach (París, 1917-1973), judío de procedencia y unido a la Resistencia francesa durante la II Guerra Mundial, cambió su apellido en homenaje al escritor Herman Melville, el autor de su novela predilecta: Moby Dick. El francés es un director semiolvidado convertido con el tiempo en una referencia gracias al enorme influjo que ha tenido en el policíaco mundial posterior (Paul Schrader, Martin Scorsese, John Woo, Johnnie To). Admirado por todos los cineastas de la Nouvelle Vague, especialmente por Jean-Luc Godard y Claude Chabrol –con quienes participó como actor en Al Final de la Escapada y Landrú, respectivamente–, los críticos de Cahiers du Cinéma lo pusieron como ejemplo de lo que debía ser el Nuevo Cine Francés.

El romántico Melville, un apasionado del cine clásico de gángsters hecho en Hollywood y fiel usuario de su iconografía (sombreros de fieltro, gabardinas con cinturón, femme fatales, clubs nocturnos envueltos en humo), huyó, no obstante, de la mera imitación y aplicó su personal filtro estético y existencial para transformar aquellos tópicos a su conveniencia, reinventando de esa manera el cine negro. Las películas del calificado como «el más americano de los autores franceses», que rodaba con grandes gafas oscuras imitando a los maestros de aquel cine, están enmarcadas en un mundo hermético y desencantado y resultan amargas meditaciones sobre la lealtad, la traición y la camaradería masculina.



El Silencio de un Hombre (El Samurái), con guion a cargo del propio Melville y George Pellegrin y basada en la novela «The Ronin», de Joan McLeod, relata el último día y medio de Jeff Costello, un asesino a sueldo acosado, al mismo tiempo, por la policía (magnífico François Perier como el inspector) y por los hampones que lo han contratado para realizar un encargo. El director de Círculo Rojo convierte un ordinario argumento policíaco en una grave y absorbente radiografía de la soledad extrema, la supervivencia y la adversidad. Es la crónica existencial del fatigado y enjaulado Costello, quien a la manera de un antiguo samurái o una especie de Superhombre de Nietzsche, acaba aceptando su destino fatal –marcado desde el principio– con insólita serenidad y sin renunciar a los códigos de honor.

Uno de los grandes aciertos del filme fue contar con Alain Delon (Sceaux, Altos del Sena, 1935), un rostro habitual del polar (Círculo Rojo, Crónica Negra, Dos Hombres en la Ciudad, A Pleno Sol, etc.) y un icono del cine europeo de la década de los sesenta y setenta. Jeff Costello (cuyo apellido remite al gángster italo-americano Frank Costello) es el mejor personaje de su carrera, quizás junto a Rocco. Delon, del que la cámara está enamorada desde la primera vez que sale en pantalla, es el prototipo del antihéroe melvilliano: un metódico, astuto y efectivo profesional del crimen ataviado con una perenne gabardina y un sombrero a lo Bogart, moralmente ambiguo y parco en palabras, pero dotado de elegancia, atractivo y un profundo sentido del deber y el agradecimiento. La por entonces esposa de Alain Delon, Nathalie Delon, aparece en el filme como una de las dos mujeres que acompañan a Costello (la otra es la sensual pianista de raza negra interpretada por Caty Rosier).


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El 10º largometraje de Melville es la Biblia del policíaco francés, tótem y cumbre estética del polar. Un ejercicio –casi experimento– de austeridad y minuciosidad bressoniana (Melville admiraba Pickpocket y Un Condenado a Muerte se ha Escapado) que rehúye la elipsis y cuya épica pasa por lo más íntimo: deslizarse por los espacios, limpiarse una herida, ponerse un sombrero o robar un coche. El autor poda el lado anecdótico de la historia, emplea diálogos breves y, sin importarle los sentimientos y el pensamiento de los personajes, reconstruye secamente acciones, miradas y gestos –algo que recuerda a La Evasión, la mejor película francesa de la historia según Melville, a través de los cuales crea la tensión dramática. El tempo narrativo alargado, esa forma de contar las cosas nimias y el hecho de que el protagonista sepa más que los espectadores –al menos de inicio– le sirven a Melville para generar incertidumbre y suspense. La extraordinaria fotografía de Henri Decae recoge emplazamientos fóbicos de los suburbios de París y emplea descripciones nocturnas, lluviosas o en penumbra. Definida por Decae como una película de «blanco y negro en color», sus colores adquieren una tonalidad metálica, azulada y grisácea, casi mortecina, que no hacen sino anunciar el tipo de epílogo que encontrará Costello.

El Silencio de un Hombre (excelente título para su edición en España) evidencia la naturaleza trágica del mundo y el ser humano, que sólo parece alcanzar el triunfo con su último gesto: su propia muerte. La llamada poésie du crime simbolizada aquí en todo su esplendor. El policíaco europeo más moderno, inteligente y bello, aunque, paradójicamente, también el más minimalista y simple.


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«Alguien dijo en una ocasión que en una película de Godard, Jeff Costello, tendido sobre la cama de su habitación, habría leído un libro y el espectador vería su cubierta, y en una de Bresson se habría preparado un café con leche. Esto no me interesa. No me gusta ver a mi héroe enfrentarse a lo que podríamos llamar una función orgánica. Quiero sensibilizar al espectador de la intimidad del héroe sin mostrar cómo come en la mesa»

Jean-Pierre Melville